En este 2025 que nos habita, la presencia de las Juventudes Comunistas en nuestra casa de  estudios es un eco que ya todos reconocemos: una influencia que trasciende la mera disputa  representativa para impregnarse en cada campus, desde las facultades más hostiles hasta los  territorios donde las luchas sociales laten con más fuerza. En esta memoria resurge la frase  que el compañero Guillermo Tellier llegara a este colectivo: «Ser comunista en la Católica es como serlo en Estados Unidos». Esta sentencia encierra en su simplicidad el peso histórico que han cargado los hijos e hijas de Recabarren entre estos muros: la de sembrar esperanza para vencer en suelos que parecen infértiles. 

Pero los comunistas no llegaron con «Amanecer». Ya habitaban estos patios mucho antes de  que la Nueva Acción Universitaria siquiera tuviera nombre. Sus pasos ya resonaban en los  claustros de la Católica antes incluso del grito del 67′, cuando democratacristianos,  mapucistas y miristas se tomaron la universidad. Recorrían estos mismos pasillos —con un  ejemplar del Manifiesto o Ricos y Pobres bajo el brazo— congregándose en salas para debatir las Tesis de Abril, trazar acciones, organizar pintas de murales, fundar conjuntos folclóricos o levantar trabajos en los campamentos que entonces —y aún hoy— bordean la universidad. Y en los respiros, entonaban las mismas consignas por las que tantos de sus camaradas habían entregado la vida. 

Toda esa efervescencia, todo ese fuego subterráneo quizás era útil para preparar el próximo  congreso y disputar, si era posible, las conciencias de una juventud encendida en su época heróica. Actuaban casi siempre en penumbras, escondiéndose por igual de profesores y  estudiantes, cuya cálida fraternidad ocultaba el germen del gremialismo: ese malestar que  durante décadas envenenó a la juventud universitaria, privándola de saborear el torrente  histórico más allá de nuestras cuatro paredes académicas, volviéndola sorda ante los disparos  contra nuestro pueblo y muda frente a sus clamores de justicia. 

Así se fue transformando nuestra Universidad, y desde la propia izquierda erróneamente instauramos el mito: los estudiantes de la Católica eran esa «pequeña burguesía intelectual»  que describía Marta Harnecker en sus Cuadernos de Educación Popular, incapaces de  tenderle la mano al curso vivo de la patria. Con un Almirante a la cabeza y miles defendiendo  su legado hasta hoy; con auditorios y calles que honran a los sostenedores del régimen; con  una guardia de hierro tan arraigada en la institucionalidad, que ni todos los esfuerzos del  progresismo lograron derribarla en más de cuarenta años. 

¿Cómo, tras medio siglo de esa intervención, propaganda y persecución, las banderas de  Gladys y Recabarren no solo se siguen alzando, sino que se multiplican? 

La respuesta no cabe en esta columna, ni brotará de los labios de sus dirigentes. Permanece,  en cambio, grabada en la memoria colectiva, y sólo resuena cuando la mención de los nombres —Alejandro Ávalos, Ignacio González, Leopoldo Benítez— vuelve a latir en estos 

corredores. Pues ellos nunca se fueron, porque esta universidad nunca fue el suelo infértil que se proclamó al inicio. Porque no existe tierra que resista indefinidamente a la semilla  esperanzadora que, con la terquedad del «Hasta la victoria siempre», se niega a morir ante  cualquier derrota pasajera. Esta persistencia del militante se explica desde el ojo del poeta en  ese verso que con admiración sujeta: 

“Porque su esperanza ha sido hermosa 
como ciruelos florecidos para siempre 
a orillas de un camino, 
pido que llegue a vivir en el tiempo 
que siempre ha esperado, 
cuando las calles cambien de nombre 
y se llamen Luis Emilio Recabarren o Elías Lafferte” 
(Jorge Teillier – Retrato de mi padre, militante comunista) 

Maximiliano Ávila Pichún 
Estudiante de Filosofía
Militante Comunista

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