En el contexto de la elección presidencial y la victoria de José Antonio Kast, el malestar político de la oposición no se hizo esperar. Las redes sociales estallaron ante el panorama decadente de tener a la ultraderecha en el poder. Las cosas por su nombre.

Se ha intentado blanquear numerosas veces la imagen de Kast, incluso llegando a normalizar el autoritarismo y la figura de Pinochet cincuenta años después. En lo personal, estoy de acuerdo con que se necesita una ley de negacionismo, porque el quiebre institucional producido en Chile durante la dictadura es una herida que no se debe dejar atrás, ni mucho menos reivindicar como algo positivo.

Todo este preámbulo lo escribo para dejar en claro que el próximo presidente de Chile es, a mi juicio, una figura autoritaria y ultraconservadora, y que personalmente pienso que su gobierno será un mal para el país.

Sin embargo, parte del problema —y del hecho de que haya sido electo— también debe atribuirse a un gobierno que no fue capaz de cumplir con las expectativas que generó. No se puede olvidar que se cometieron errores importantes y que el país terminó aún más polarizado de cómo se llegó al poder.

Lamentablemente, el gobierno de Gabriel Boric estuvo marcado por diversas controversias —indultos a criminales, procesos constitucionales que fueron un desastre, el Caso Fundaciones, el Caso Monsalve, entre otros— que provocaron que una parte significativa de la ciudadanía experimentara un comprensible malestar con el oficialismo. La falta de autocrítica tampoco ayudó a que la gente se pusiera de su lado. La izquierda no supo conectar con la clase media ni con la clase trabajadora actual, algo que se reflejó claramente en las elecciones presidenciales de este año, y va a tener que trabajar muy duro para volver a ganarse al pueblo.

Con esto quiero reiterar que esto no es un apoyo a Kast ni una forma de atribuir toda la culpa al gobierno actual. Hay demasiados factores en juego ––especialmente el avance mundial de la ultraderecha–– que han contribuido a este resultado. Pero es necesaria la autocrítica y se debe evitar fomentar una polarización aún mayor. Ha sido precisamente esta extremización —por parte de ambos lados— y el desprecio al centro y a sectores más abiertos al diálogo, como la DC o RN, lo que ha llevado a que hoy nos gobierne el pinochetismo.

Chile cayó en una división que parece irreconciliable, donde los bandos y la lógica del “nosotros contra ellos” han desembocado en lo que podría considerarse el peor escenario posible para nuestro país. Es comprensible que la política haya caído con tanta facilidad en una división tan profunda; no podemos negar el componente emocional que ha significado para muchos la reivindicación de la dictadura que ha surgido como parte de esta fractura. Pero la falta de diálogo y el escaso entendimiento mutuo nos están convirtiendo en un país irreconocible. Durante años fuimos capaces de sortear diferencias, lograr estabilidad y crecer bajo gobiernos de centroizquierda o centroderecha. Hoy, en cambio, parece impensable un gobierno capaz de conciliar distintos sectores políticos.

El precio de esta irreconciliabilidad lo pagaremos durante cuatro años.

Lucas Álvarez

Estudiante de Psicología

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