Histórica y sistemáticamente, a las madres se les ha impuesto una carga feroz: ser máquinas de cuidado, sostén emocional, servidumbre silenciosa. Se les ha responsabilizado de todo: la crianza, el hogar, los errores de los hijos, el fracaso de las familias, como si la maternidad viniera con una sentencia. Se les exigió ser perfectas, amorosas, eternamente disponibles, incluso si eso significaba desaparecerse a sí mismas. Y así, miles de mujeres han visto cómo su ser —sus deseos, su voz, su cuerpo, su libertad— se diluía bajo el peso de un ideal brutal que jamás eligieron. Porque ser madre, en esta sociedad, ha significado dejar de ser mujer, dejar de ser humana, para convertirse en una función. Una función para todos, menos para ellas mismas.
Como escribió Bonnie Burstow: “A menudo, el padre y la hija desprecian juntos a la madre. Se intercambian miradas cómplices cuando ella no capta algo. Coinciden en que no es tan inteligente como ellos, que no puede razonar como ellos lo hacen. Pero esa alianza no salva a la hija del destino de su madre”.
Este sistema nos educa para mirar a nuestras madres desde arriba, con condescendencia, como si fueran una especie distinta de ser humano, una versión inferior, más rota, más torpe, que reencarna todo lo que no queremos ser.
Aprendemos a burlarnos de su falta de “lógica”, a impacientarnos con su tristeza, a ignorar su cansancio. Pero son ellas quienes cargan con todo el peso de la familia, muchas veces solas, porque ser madre lo implica todo, y ser padre, muchas veces, casi nada. Ser padre no exige renunciar al cuerpo, ni a los sueños, ni a la vida entera.
La maternidad en esta cultura no es una experiencia: es una condena con aplausos. La falta de corresponsabilidad no es solo doméstica: es estructural, es cultural. Se espera de las madres que estén disponibles, que sean eternas, que sean abnegadas. Se les exige desaparecer dulcemente en el sacrificio. Y nosotras, sus hijas, aprendemos a juzgarlas por no haber sido libres, por no haber escapado, por haber dejado que sus sueños se pudrieran.
En esta cultura que solo glorifica la maternidad si está teñida de renuncia, las mujeres terminan por borrarse. Algunas se autoanulan. A otras simplemente se les olvida. Y así, dejamos de ver a nuestras madres como mujeres. Se nos olvida que también sintieron rabia, pena y miedo. El sistema, con su violencia sutil, pero devastadora, no solo les arrebata su historia: también nos enseña a odiarlas por no haber escapado de la jaula que, quizás, nosotras también habitaremos.
En ese juicio generacional también se esconde un malentendido. Muchas madres dicen no ser feministas, y nosotras, sus hijas —militantes, universitarias, despiertas— asentimos, creyendo que hablamos desde mundos distintos. Pero, ¿cuántas madres fueron las primeras en terminar sus estudios, en criar solas, en exigir respeto, en resistir en silencio? Tal vez no dijeron “feminismo”, pero lo vivieron todos los días. Nosotras, con pañuelos al cuello, gritamos en las calles y a veces olvidamos por quién fue tejido. Olvidamos que detrás de cada hija que rompe cadenas, hubo una madre que resistió sin testigos. Que fue obligada a sangrar sin manchar.
En el mito de Deméter y Perséfone, la madre entra en un invierno profundo cuando su hija desciende al inframundo. Nada florece. Todo duerme. Pero cuando madre e hija se reencuentran, vuelve la primavera. Tal vez eso necesitamos hoy: reencontrarnos con nuestras madres, no solo como hijas, sino como mujeres también. Reconocer la primavera que hubo en ellas antes de nosotras. Preguntarles quiénes fueron, qué soñaban, qué dolía. Porque muchas veces nuestras madres son todas esas historias incómodas que nadie quiso oír, son todas esas lágrimas que rodaron silenciosas sobre sus mejillas, son todos los secretos a la almohada que de niñas no pudieron contar. Son los sueños de juventud que el mundo no les dejó cumplir.
Ellas también vivieron. También quisieron. También dolieron. Y si un día no volvemos, serán ellas quienes griten nuestro nombre con la desesperación de quien fue relegada. Porque nuestras madres son los sueños que nadie cuidó, las vidas que nadie protegió. Y aun así, resistieron. Enterraron sus deseos para que los nuestros florecieran.
Este 12 de mayo celebremos a las madres sin olvidar que fueron mujeres, y admiremos a las que siguen luchando por no dejar de serlo. Aunque la palabra “feminismo” no la hayan dicho, la sembraron en su vientre. Y de ahí nacimos nosotras, las flores más hermosas, las flores violetas.
Josefina Rivera Alcaino
Estudiante de Derecho