Cada 12 de agosto, el mundo celebra el Día Internacional de la Juventud. Se organizan actividades, se lanzan campañas, se pronuncian discursos que exaltan el potencial de las nuevas generaciones. Sin embargo, como futuro profesor, me pregunto: ¿Qué sentido tiene dedicarles un solo día si durante el resto del año sus voces se apagan? ¿Por qué limitar su protagonismo a una fecha puntual cuando sus luchas, sueños y necesidades laten todos los días?
La juventud no es un tema decorativo. Es una etapa marcada por la búsqueda de sentido, por la construcción de identidad, por el deseo de transformar el mundo. Pero también es una etapa atravesada por la precariedad, la exclusión y la falta de espacios reales de participación. Y en ese contexto, los profesores tenemos un rol fundamental. Somos quienes acompañamos, quienes escuchamos, quienes podemos abrir caminos. Pero, ¿estamos preparados para hacerlo?
La formación docente en Chile y en muchos países, sigue centrada en lo técnico. Se nos enseña a evaluar, a planificar, a transmitir contenidos. Pero poco se nos forma en cómo fomentar la participación juvenil, cómo abordar la salud mental en la sala de clases, cómo construir vínculos pedagógicos que reconozcan la humanidad del estudiante. ¿Cómo se espera que seamos agentes de cambio si no se nos entrega ni el tiempo, ni los recursos, ni la formación para hacerlo?
El Día de la Juventud debe ser mucho más que una fecha simbólica. Debe ser el punto de partida para repensar la educación desde la afectividad, la ética y la participación. Corresponde que los colegios y universidades se comprometan a formar docentes capaces de dialogar con la juventud, no solo de enseñarle. Debe ser el impulso para que los jóvenes dejen de ser vistos como “futuros ciudadanos” y sean reconocidos como protagonistas del presente, enseñándoles a mirar el mundo con curiosidad, con empatía, con sentido. Porque educar no es transmitir información: es construir humanidad.
Cristóbal Santander
Estudiante de Pedagogía en Química
Secretario General del CEPEM