A los 11 años, postulé al Instituto Nacional con mi familia. No era solo un sueño personal, sino una meta familiar: acceder a un ascensor de movilidad social. Mis primeros años no fueron fáciles. Aunque se tratara de una institución pública, el Nacional exigía mucho. Contaba con docentes de alto nivel, un buen material pedagógico y una infraestructura superior a la de la mayoría de los colegios de la zona. ¿Hubo episodios de violencia? Sí, aunque fueron esporádicos; las tomas anuales no duraban más de un mes, y el año académico se desarrollaba en condiciones suficientes para un aprendizaje efectivo y, sin duda, de excelencia.
Pero ese sueño de una educación pública de excelencia, gratuita y de calidad no sobrevivió por mucho tiempo. En 2019, antes del estallido social, la violencia se volvió común para nosotros. El Nacional, que se enorgullecía de tener alumnos de diversas clases sociales, comenzó a vaciarse de aquellos con mayores recursos, quienes podían optar por la educación particular. Nos quedamos quienes no teníamos acceso a ninguna otra opción con similar excelencia académica, soportando el día a día de una violencia incontrolable que iba en aumento.
¿Cómo fue la vida en el liceo desde este punto? Juzgue usted. Entre 2018 y 2024, más de diez funcionarios han sido rociados con bencina, se han incendiado dos inspectorías, se ha quemado el estandarte histórico del liceo, ha habido agresiones a compañeros y profesores, un alumno fue apuñalado dentro del establecimiento durante las clases, y un largo etcétera. Sin embargo, estoy seguro de que muchos de quienes leen esta carta son escépticos sobre la gravedad de la situación, así que me tomaré la libertad de relatar un día de clases cualquiera durante 2022:
Estaba en clase de Filosofía, cuando, alrededor de las 8 a.m., un grupo de encapuchados salió al frontis del establecimiento para llamar la atención de Carabineros y enfrentarse a ellos, una dinámica habitual, casi diaria. Esa mañana, al no lograr su objetivo, el grupo regresó al liceo rompiendo los vidrios de las puertas y obligando a los alumnos a salir de sus salas. En mi curso, escuchamos lo que sucedía mientras la profesora insistía en continuar la clase. Pocos minutos después, el grupo llegó a nuestra sala repitiendo las mismas amenazas.
Ante la negativa de la profesora de terminar la clase, sacaron la manguera de la red húmeda y amenazaron con mojarnos si no salíamos. Como el curso mantuvo la decisión de no salir, cumplieron lo dicho y nos mojaron, mientras continuaban con las amenazas y los golpes. En la última sala del pasillo uno de ellos golpeó a un alumno que salió en defensa de su profesora, y a quienes tratamos de intervenir nos lanzaron acelerante. Viendo que sus amenazas no eran acatadas por la mayoría de los estudiantes, huyeron a los baños subterráneos con el fin de cambiarse de ropa.
Le pido al lector que reflexione sobre esto un momento: todo lo mencionado sucedió en horario de clases, dentro de un establecimiento educacional y ante la impotente mirada de los directivos del liceo. Aquellos de nosotros que nos opusimos y decidimos alzar la voz tras el acto vandálico recibimos amenazas de muerte, tanto por redes sociales como en persona. Así fue como finalmente tuve que aceptar que la violencia se había apoderado completamente del Instituto Nacional.
Cuando entré a la UC, el alivio que sentí fue tan grande que decidí olvidarme de todo lo relacionado con la política estudiantil. Sin embargo, desde el año pasado, la aparición de nuevos movimientos respaldados por partidos que activamente validan la violencia o justifican la vía armada me recordó el proceso de descomposición de los liceos emblemáticos, donde, con un catálogo de eslóganes y buenas intenciones, la política desvirtuó la finalidad educativa, primero con palabras y luego con violencia. Vale la pena recordar que el resto de las universidades tradicionales de este país no pueden darse el lujo de pluralismo en las elecciones o de un debate político exento de agresiones.
Universidades como la de Santiago o ciertas facultades de la Universidad de Chile han llenado tristemente titulares con encapuchados, bombas molotov y agresiones a compañeros. Debemos prestar atención a quienes se muestran temerarios en sus demostraciones políticas dentro del campus, que lanzan bravatas en sus eslóganes o no temen ocultar su apoyo a la violencia. Como alumnos universitarios, y sobre todo como estudiantes de la Universidad Católica, debemos preguntarnos: ¿cuánta hipocresía estamos dispuestos a tolerar? ¿Dónde marcamos los límites? Sobre todo, ¿cuánto estamos dispuestos a ceder?
Gabriel Tarride
Alumno de Derecho