“La audacia”, “la osadía”, “el atrevimiento”, o como dirían en inglés, the nerve. Son palabras que se nos vienen a la mente cada vez que, en nuestro día a día, nos encontramos con micromachismos, mansplaining, o llanamente con comentarios misóginos que algunos hombres lanzan gratuitamente con total libertad, sin miedo a consecuencia alguna.
Recientemente, en este mismo medio, hemos visto ejemplos claros de cómo hombres van por la vida con este sentimiento de que pueden usar su derecho a la libertad de expresión para esparcir desinformación y falacias con una confianza que solo se explica desde el privilegio. ¿Por qué se sienten con el derecho de hablar con tanta seguridad, incluso cuando están equivocados?
La confianza sin conocimiento: un fenómeno bien documentado
No es solo una impresión. Estudios han demostrado que los hombres tienden a sobreestimar sus conocimientos y capacidades, mientras que las mujeres, incluso cuando tienen un mayor nivel de preparación, tienden a subestimarse. Un estudio publicado en la revista Science mostró que, en entornos académicos, los hombres participan más en discusiones, incluso cuando no están seguros de sus respuestas, mientras que las mujeres tienden a hablar menos, a menos que estén completamente seguras de su conocimiento.
Además, un informe de la Universidad de Princeton reveló que los hombres interrumpen a las mujeres en las conversaciones con más frecuencia que a otros hombres (manterrupting). En espacios profesionales y académicos, esto refuerza la idea en el colectivo de que la voz masculina tiene más peso, incluso cuando lo que se dice carece de sustento.
El doble estándar de la credibilidad
Como mujeres, cada vez que se nos da espacio para opinar, ya sea en debates, conversatorios o incluso en simples conversaciones con nuestros pares, nos aseguramos de estar preparadas, de tener argumentos sólidos, de no hablar sin conocimiento. Se nos exige. Un error y de inmediato somos desacreditadas. En cambio, a los hombres se les da el espacio para decir lo que sea, aunque estén equivocados, aunque perpetúen discursos de odio, aunque minimicen problemas reales.
Este doble estándar también se refleja en el ámbito laboral. Un estudio de Harvard Business Review encontró que, en reuniones de trabajo, cuando una mujer sugiere una idea, es más probable que sea ignorada o atribuida a un hombre. El mismo informe destaca que las mujeres deben demostrar su competencia constantemente, mientras que a los hombres se les presume capaces por defecto.
En muchas facultades, aún se observa cómo las voces femeninas son minimizadas o desacreditadas con mayor facilidad. En reuniones académicas, en salas de clases y en discusiones públicas, se espera que las mujeres prueben su capacidad antes de ser tomadas en serio. Mientras tanto, los hombres pueden opinar sin la misma exigencia de respaldo, lo que refuerza la percepción de que su voz es incuestionable.
Los espacios educativos deberían ser los primeros en corregir estas desigualdades. Sin embargo, nuestra universidad, en lugar de abordar el problema, lo sigue perpetuando al dar cabida a discursos que refuerzan la violencia de género. Un claro ejemplo de esto son ciertos posts, llenos de sexismo, que han sido publicados en el contexto del 8M por nuestros propios representantes.
Ahora, además, nos dicen cómo ser feministas
No solo se sienten con derecho a hablar con autoridad sobre temas que desconocen, sino que ahora también creen tener la libertad de decirnos cómo ser feministas. Nos dicen qué luchas son “válidas”, cómo deberíamos manifestarnos y hasta qué emociones podemos expresar.
Cuando hablamos de desigualdad, nos dicen que “exageramos”. Cuando señalamos un problema, nos piden que lo expliquemos con calma, sin enojo, para no parecer “agresivas”. Cuando exigimos derechos, nos acusan de “victimizarnos”.
Es hora de dejar de tolerar esta arrogancia disfrazada de opinión. Las mujeres no debemos seguir justificando nuestra presencia, nuestra voz o nuestro derecho a señalar las desigualdades que vivimos todos los días. No debemos esperar a que nos den permiso para hablar ni aceptar que se nos exija el doble para ser escuchadas la mitad del tiempo.
A los hombres, les corresponde reflexionar sobre el papel que juegan en la perpetuación de estas dinámicas. No se trata solo de “dejarnos hablar”, sino de cuestionar sus propios privilegios, de dejar de defender con tanta vehemencia lo indefendible y de entender que el patriarcado también los afecta a ellos, limitando su capacidad de expresar emociones, imponiéndoles roles rígidos y haciéndoles creer que su valor radica en su dominio sobre los demás.
El cambio no vendrá de la nada. Vendrá cuando dejemos de dar espacio a la desinformación, al menosprecio y al machismo disfrazado de opinión. Que la audacia, esta vez, sea nuestra.
Francisca Verónica Figueroa Gómez
Estudiante de Química y Farmacia UC