Estas últimas semanas, nuestros viajes en metro se han visto frecuentemente interrumpidos por “persona en la vía”, reabriendo espacios para discutir el tema tabú del suicidio. El discurso habitual del tema sigue así: empatizamos al repostear en Instagram y Twitter sobre prevención del suicidio, luego la universidad envía psicólogos mientras esconde los incidentes bajo la alfombra y finalmente, seguimos con nuestra vida con una estadística más alta que antes. Mientras tanto, para las personas depresivas, autolesivas y/o suicidas, el debate tras estos incidentes parece lejano y excluye la experiencia real tras el suicidio, cuya discusión sigue incomodando a la sociedad. Nos conformamos con aumentar la visibilidad, vemos, pero no observamos.
Para muchos, la idea del suicidio es liberadora, catártica, pensar en una no-existencia libre de sufrimiento es tranquilizante, fantaseamos sobre el método o el lugar, pensamos que canción pondríamos en nuestro funeral o la inscripción en nuestra urna. Estas ficciones que creamos en nuestra imaginación muchas veces son un escape, creamos mundos donde somos apreciados, queridos y extrañados, como no pensamos que lo somos en vida.
La distancia que divide la ideación de la acción es amplia y se pierde en la monotonía del día a día. Las ideas son frecuentes en muchos de nosotros. Sin embargo, caer en el hoyo que nos lleva a intentarlo de verdad puede venir de cualquier parte: desde incidentes puntuales hasta un par de horas de pensar en la cama. Cuando llegamos al momento de hacerlo, nuestro corazón late rápido, lloramos, ordenamos nuestra pieza y escribimos cartas. Nuestras acciones son erráticas, repentinas, el instinto animal se resiste, pero en medio del caos, la resolución gana, tomamos un hondo respiro y finalmente, saltamos.
Muchas veces, fallamos. Cuando despertamos sentimos confusión, decepción, tristeza. La etapa de tratamiento psiquiátrico intensivo que sigue nos hace arrepentirnos de nuestra decisión. Cuando volvemos a la “normalidad” se nos incentiva a mantenernos ocupados y sin darnos cuenta, continuamos con nuestra vida. El incidente suele ser enterrado, cuando conocemos gente nueva, evitamos contárselo por miedo a la expresión que pondrán y por miedo a que cambie la manera en que nos tratan. El suicidio así, se transforma en una sombra que debemos mantener reprimida, la intensidad de esta sombra va y vuelve, convive con nosotros. Solo es vista en el consultorio y fingimos que no está ahí cuando estamos con otros, pero la sombra crece más oscura si la escondemos, y la idea que representa puede llegar a acción si se oscurece lo suficiente.
Con esta columna, intento únicamente hablar del suicidio, es mi postura y la de considerable parte de la comunidad psiquiátrica que desestigmatizar el suicidio y la autolesión pueden ayudar en la temprana detección y posterior tratamiento médico. Las vidas de cientos de familias solo en esta universidad han sido afectadas por el suicidio directa o indirectamente. Invito con este escrito a la comunidad, y sobre todo a la universidad como institución, a no simplemente empatizar, si no que a dejar de tenerle miedo a la palabra suicidio. A preguntar, a conversar sin dejarnos de lado, a no mantener el tema entre psiquiatras y psicólogos, en resumen, a reconocer y hablar del problema.
Contribuir a que personas con ideación o experiencia suicida se sientan cómodas al desahogarse sin ser juzgadas, es un primer paso significativo en el camino para mejorar la salud mental de los jóvenes del país, y es un aspecto que le debemos a las víctimas fallecidas y a sus seres queridos.
Nicolás Errázuriz
Estudiante de Bioquímica