«Uno de los roles más importantes del artista chileno es quizás producir signos con los cuales toda una tribu se identifique (…) Pero eso se murió hace mucho tiempo en Chile y no creo que vaya a existir nunca más». Esta sentencia lapidaria del galardonado cineasta Raúl Ruiz (2013) no solo refleja su pesimismo sobre la cultura nacional, sino que encapsula un sentir mayoritario: una mezcla de endofobia y xenofilia simultáneas que nos lleva a menospreciar lo propio mientras idealizamos lo foráneo. Según este diagnóstico, la cultura chilena carecería de un núcleo duro capaz de generar símbolos de identidad colectivos. Sin embargo, y a pesar de mi profundo respeto por la obra de Ruiz, me veo obligado a disentir. Existe una obstinada intuición, una porfiada certeza en cada chileno de que hay algo valioso en su identidad, razones profundas —aunque tal vez no del todo conscientes— para insistir en serlo. Si esto es cierto, surge entonces la pregunta inevitable: si los signos de nuestra identidad existen, ¿dónde se esconden?
El 3 de octubre, la banda chilena Candelabro publicó su segundo disco, titulado Deseo, Carne y Voluntad. El día de su estreno llegó al primer lugar global en la plataforma Rate Your Music. Rápidamente, los melómanos de internet y el mundo alabaron la obra no solo por su gran calidad sonora, sino que también por su contenido, uno profundamente arraigado en la identidad de ese país llamado Chile.
Chile —y el artista chileno— es perfectamente capaz de dar forma a un arquetipo chileno. Candelabro es solo un ejemplo de lo que parece consolidarse como una tendencia en la escena cultural local. Lamentablemente, Raúl Ruiz no está entre nosotros para debatirlo. Nos queda a nosotros la labor de analizar y poner en valor esta obra. Propaguemos este hito cultural con adultos y jóvenes, ateos y —¿por qué no?— eclesiásticos. Tal vez, desde donde esté, Ruiz nos escuche y sepa, por fin, que esta tierra no está maldita.
Gabriel Tarride C.
Estudiante de Derecho