Corría el año 1947. Monseñor Augusto Salinas, obispo auxiliar de Santiago, publica en El Diario Ilustrado una declaración en la cual afirma que la Falange Nacional, por haber llegado a acuerdos puntuales de colaboración con el Partido Comunista, es “enemiga de Cristo”. En su carta, condena a “algunos jóvenes y aún hombres cercanos a la madurez de los años, que se juntan con estos enemigos de la Iglesia so pretexto de coincidir con ellos en medidas de bien común, sin tomar en cuenta el grave daño que hacen al mismo bien común”. Y concluye: “No caben, pues, disculpas de ningún género ni menos. No dudamos en decirlo, los que no están con el Papa en esta campaña contra el Comunismo, no están con Jesucristo, están contra Cristo”. Durante aquellos meses, como consta en el archivo de la revista Ercilla, Salinas inició una fuerte razzia contra los reformistas, descabezando a la Juventud Católica,
expulsando a Alberto Hurtado de su cargo como asesor juvenil, y forzando la salida de Monseñor Francisco Vives de la vicerrectoría de la Universidad. Pugnaban, entonces, “dos corrientes”: el integrismo hispanista y aristocrático; y el socialcristianismo, que “no se acerca al proletariado sólo por caridad sino porque cree que el mundo le pertenece”.
Ecos de esta rencilla se han escuchado muchas veces, antes y después, en la historia de Chile. No es difícil recordar a los sacerdotes que legitimaron el sangriento exterminio que terminó con la vida de los curas Llidó, Alsina, Woodward, Poblete y Jarlán luego del Golpe de Estado. Tampoco la infame oposición que recibió el Cardenal Raúl Silva Henríquez dentro de nuestra propia Universidad, lo cual —en un acto nunca visto— lo forzó a dejar su cargo de Gran Canciller por sus diferencias con la intervención militar que el integrismo celebraba, o el auge de las sectas neocatólicas y creación de nuevos colegios de clase para impedir que la juventud de élite fuese formada en el catolicismo social. Para qué hablar de las excomuniones, persecuciones y masacres de curas obreros en otros países de América Latina. Pese a todos estos antecedentes, los integristas de hoy sentencian aún, con gran
soltura, que la Doctrina “es una sola” y que quienes osen interpretarla diferente siguen “el ejemplo de Judas”, como afirmase un compañero del Movimiento Gremial en este medio.
El pretexto de hoy, tal como ayer lo fue la lucha contra el “comunismo global”, es el aborto. Bajo la interpretación integrista, que replica al pie de la letra los argumentos de Salinas contra el Padre Hurtado y los falangistas, quien “contradice” en algo la Doctrina ya no es “verdadero cristiano”; al menos, no tan verdadero como los integristas, algunos de los cuales, asumiendo tácitamente su derrota histórica, buscan disfrazarse de socialcristianos. Lo más curioso es que ellos, en su sectarismo, parecen creer que la Doctrina comienza y termina con
el aborto. Ponen el grito en el cielo si un católico se orienta políticamente con aquellos que pretenden despenalizar el aborto, pero convenientemente ignoran todo aquello que la Doctrina dice respecto de la propiedad privada, la inmigración, la economía globalizada y el libre mercado, la protección de la naturaleza, entre otras cosas. Hace algún tiempo desafié a otro compañero gremialista a revisar en conjunto los escritos y discursos del Papa Francisco, quien hablando ex cathedra representa efectivamente la Doctrina de la Iglesia hoy. Su respuesta, propia del más puro integrismo sedevacantista, apuntaba a “matizar” e “interpretar” al Papa. ¿Quién sigue “verdaderamente” a Cristo, entonces?
Tal como algunos hablan con toda soltura de Judas para referirse al aborto, podrían también hacerlo respecto de quienes niegan en la práctica el destino universal de los bienes y la función social de la propiedad. Sin ir más lejos, en la última encíclica el Papa afirma que “si alguien no tiene lo suficiente para vivir con dignidad se debe a que otro se lo está quedando”, citando a San Juan Crisóstomo al decir que “no compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos” (Fratelli Tutti, 119). Sabemos que el robo es un pecado mortal. ¿Qué decir, entonces, de quienes hoy se oponen a un impuesto especial a la riqueza que permita financiar políticas sociales? ¿O de
quienes persiguen políticas migratorias inhumanas, o pretenden ampliar la posesión de armas de fuego, o restringir el derecho a la protesta, o imponer hasta en la Constitución protecciones irrestrictas a la propiedad privada, o permitir que el acceso a la salud y educación se mantengan segmentados según ingreso? ¿Por qué la Doctrina es “interpretable” en algunos casos y no en otros? ¿Por qué aquello “realmente importante” siempre es lo que defiende —digámoslo sin eufemismos— la derecha?
Hablando en 2015 ante los movimientos populares en Bolivia, el Papa afirmaba que “hay un hilo invisible que une cada una de las exclusiones”, el cual corresponde a “ese sistema [que] ha impuesto la lógica de las ganancias a cualquier costo”. Lo dice el mismo Papa: “Este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan las comunidades, no lo aguantan los pueblos”. Pide perdón por la responsabilidad histórica que cabe a la Iglesia en aquella salvajada. Agrega que “la primera tarea es poner la economía al servicio de los pueblos”, “distribuir adecuadamente los bienes entre todos”, mientras critica la “economía idolátrica”, los “tratados denominados ‘de libre comercio’”, “las instituciones financieras y las empresas transnacionales” y “la concentración
monopólica de los medios de comunicación social”. Sería interesante revisar, en conjunto a los compañeros integristas, aquel discurso del Sumo Pontífice y evaluar quién de nosotros “escucha y sigue a Cristo de verdad”, como propugna el compañero gremialista. Puede ser que algunas compañeras tengan interpretaciones heterodoxas de la Doctrina frente al aborto. Pero yo no las culpo. Mucho menos si quienes las atacan, mientras buscan negarles su lugar en la Iglesia e ignorar la distinción clave entre aquello que es moralmente condenable y legalmente punible, cuentan con un tejado de vidrio semejante. Yo no creo tener, como ellos, la capacidad moral para juzgar quién es mejor católico ni menos compararlos con Judas.
Para cerrar, me remito a otra frase del Papa en Bolivia: “Ni el Papa ni la Iglesia tienen el monopolio de la interpretación de la realidad social ni la propuesta de soluciones a
problemas contemporáneos. Me atrevería a decir que no existe una receta. La historia la construyen las generaciones que se suceden en el marco de pueblos que marchan buscando su propio camino y respetando los valores que Dios puso en el corazón”. La rica tradición católica de nuestro continente nos impulsa a guiarnos por valores últimos, no por directrices políticas contingentes emanadas de la falibilidad de los hombres. No dejemos que los herederos del Obispo Salinas vuelvan a apoderarse de la Iglesia, no les sigamos el juego apartándonos del mensaje de Cristo y cayendo en apostasía. Eso es lo que siempre han querido, independientemente del pretexto que utilicen: apartar de la gran comunidad cristiana a quienes mantienen anhelos de cambio social. La tarea de los laicos de centroizquierda hoy es instar al sinceramiento de las posiciones, revelar las imposturas y reconectarnos con la tradición que, no por aniquilada en sus referentes, deja de estar al servicio de la construcción del mundo justo, humano y solidario que Cristo nos enseña.
Cristóbal Karle Saavedra
Sociología y Ciencia Política UC