Hace unas horas estaba leyendo los comentarios que dejó una columna sobre la Educación Sexual Integral, y que fue publicada por este medio. Recordé, mientras leía, las páginas de ese maravilloso libro de Martín Heidegger, “Ser y Tiempo”. Esas páginas reflexionan sobre el arrojo del ser al mundo: No pedimos nacer aquí. Nos arrojaron al mundo. Y en condición de arrojados, debemos construirnos y luego comprender el mundo. Y no estamos solos, hay otros. Y no pocos, sino millones. Todos como uno, pretenciosos y ambiciosos como uno. La pregunta es: ¿Qué hacemos con los otros?
Es interesante cómo se ha respondido a esa pregunta en la historia. Jesucristo dijo “amaos los unos a los otros”. Si no hay amor hay conflicto. Aristóteles dijo “seamos amigos”, y en amistad construyamos una comunidad que sea a su vez una Polis, y que en amistad esa Polis se organice para enfrentar el conflicto. Sartre en “La Náusea” dice que el problema es “los otros”. Me marginan, me estorban, no me sirven. Marx dijo que el ser humano es esencialmente gregario. Debe saber vivir en comunidad y la alienación de la condición gregaria es la individuación. El capitalismo dice que el ser humano es esencialmente un individuo, libre, etc. “El otro”, que también lo es, compite conmigo.
Parto con esto, porque una palabra muy repetida en los comentarios de esa anterior columna fue “diálogo”. Y si hablamos de diálogo, quiere decir que lo que nos importa realmente es el otro. Si no, no es diálogo. El diálogo admite una valoración del punto de vista de la otredad, que a su vez persigue la transformación del punto de vista propio. Y el diálogo debe, además, ser horizontal. Si se pactan las condiciones, si se invita al diálogo sólo para imponer un posicionamiento hegemónico, no es diálogo. Hannah Arendt, discípula de Heidegger, mencionó que el ser humano debía poder reunirse en comunidad y DELIBERAR, dialogar.
Siendo homosexual, me he visto siempre confrontado como sujeto a un mundo que me ha llamado a un “diálogo” vertical y pactado. Se me ha tratado de “rehabilitar”, de “hacer comprender” que existen fuerzas concomitantes de una Natura Naturans que por mandato divino prescribe roles a la sexualidad humana. Y yo sería, en tal caso, un ser abyecto, aberrante, pecaminoso. Por lo tanto, en mi encuentro con otros, me doy cuenta de que el devenir histórico nos puso en condición de inferioridad, pese a que no está realmente comprobado que seamos “minoría”.
Luego, uno se encuentra con los espacios de opinión. Aquí me pregunto: ¿Cuál es el sentido de la opinión? Como sociedad mediatizada, la opinión se ha tornado un imperativo. Debo opinar. Debo ejercer mi derecho a ser libre de emitir la opinión que sea a cualquier costo. Pero una opinión, para ser aporte a la sociedad, debe ser el paso previo al diálogo, a la interpelación. Si enviamos columnas a prensa es para dialogar porque de esa manera la opinión adquiere una dimensión política que la hace útil.
Si la opinión de ciertos sectores no busca sino desacreditar a la otredad por medio de caricaturas, de conceptualizaciones ideológicas falsas, entonces la opinión es narcisismo. Porque sólo busca aparecer en medios, reunir “likes”, darle tribuna al partido o movimiento al que suscribe el opinante. Pero no es empático ni horizontal con la otredad, no se transforma. Es el Ser de Parménides.
Por eso que los conflictos que nos aquejan hoy son tan complejos. En Chile los diálogos políticos nunca han sido tales, porque no han efectuado la horizontalidad necesaria para la transformación. Son invitaciones a “audiencias”: te escuchamos, pero nosotros decidimos. Esto, que es historiográficamente un hecho comprobado, nos conduce hoy a pedir una revisión del rol de los actores sociales que llaman al diálogo. ¿Qué diálogo queremos? ¿Qué resultado buscamos? ¿Puedo transformarme?
Por Cristian Fernández. Compositor, Cantante, Investigador. Magister (c) en Artes mención Música