El pasado viernes 18 de octubre se cumplieron cinco años del inicio de las protestas más grandes en la historia de Chile. Estas se prolongaron durante semanas y estuvieron marcadas por reiterados hechos de violencia, como la quema de estaciones del metro de Santiago, incendios en iglesias y la destrucción de espacios públicos en sectores emblemáticos de la capital y otras ciudades del país. En paralelo, se registraron decenas de violaciones a los derechos humanos por parte de agentes del Estado, evidenciando la incapacidad institucional para responder a una protesta que, en muchos casos, se tornó violenta. Este estallido se ha convertido en uno de los eventos político-sociales más importantes de la sociedad chilena desde el retorno a la democracia.
Sin embargo, más que centrarme en los episodios de violencia, quiero enfocar la discusión en el otro aspecto clave de esta conmemoración: las demandas sociales que surgieron y que alcanzaron su punto álgido en la multitudinaria marcha del 25 de octubre de ese año, donde más de un millón de personas se congregaron en diferentes puntos del país.
Durante este proceso, la ciudadanía se manifestó masivamente contra las injusticias cotidianas que la institucionalidad política no había sido capaz de resolver. Las demandas por una salud digna, un mejor sistema de pensiones, educación de calidad, acceso justo a la vivienda, reconocimiento a los pueblos indígenas, protección del medioambiente y una sociedad que respete a niños, mujeres y adultos mayores fueron parte de las consignas más repetidas durante esos días.
Frente a una institucionalidad política desbordada e inmóvil, y tras los crecientes episodios de violencia en noviembre, se decidió canalizar las demandas a través de un camino constitucional. Un año después, el 80% de las personas expresó su deseo de una nueva constitución para encauzar estas demandas y establecer un nuevo contrato social. Sin embargo, tras dos intentos fallidos, el egoísmo y la terquedad de diversos sectores políticos dejaron esa solución en nada.
Hoy, pareciera que la sociedad ha caído en una especie de somnolencia respecto a estas demandas, lo que no significa que hayan sido resueltas. Es cierto que el país enfrenta una crisis de seguridad que domina la agenda política, porque un Estado que no garantiza la seguridad de sus ciudadanos es un Estado fallido. Sin embargo, esto no debe implicar que dejemos de avanzar en el resto de los asuntos pendientes.
A cinco años del estallido social, seguimos enfrentando los mismos problemas. El sistema de pensiones sigue en crisis, profundizado por los retiros del 10% durante la pandemia; las listas de espera en salud crecen cada día; el sistema educativo continúa en crisis, con menos profesores en las aulas y niños sin cupos en sus colegios; los campamentos aumentan mes a mes, y la vivienda propia parece un sueño cada vez más lejano para muchas familias. Nuestros pueblos originarios siguen siendo ignorados; el medioambiente solo recibe protección cuando la situación es insostenible; y la dignidad de niños, mujeres y adultos mayores se ve vulnerada diariamente.
Las demandas se expusieron, pero la solución fracasó y no se ha intentado nada diferente para atender estas necesidades. La clase media siente que el agua le llega al cuello, mientras que las clases bajas no tienen oportunidades de movilidad social ni de salir de la pobreza. Estamos más inmóviles que nunca.
En este quinto aniversario del estallido social, desde este humilde espacio, hago un llamado a los jóvenes comprometidos con el país a tomar acción para volver a poner estos temas en la agenda pública. Si no buscamos una solución a cada una de estas demandas, otro estallido social siempre será una posibilidad, pero esta vez nuestra democracia podría no contar con una respuesta que apacigüe a la ciudadanía, lo que podría llevar al colapso de nuestras instituciones. Hoy, como hace cinco años, seguimos viendo cómo a algunos les sobra mientras a muchos otros les falta. En cinco años, nada ha cambiado.
Agustín Vidal-Cádiz
Estudiante de Ciencia Política