En los últimos 25 años Venezuela ha sido una inagotable fuente de sorpresas y decepciones. Para algunos, aquella quimera que representó en algún momento la revolución bolivariana se ha tornado hoy en un incómodo pariente del que se reniega tímidamente. Para otros, el fracaso del chavismo se ha tornado en una lucrativa propaganda política para aumentar atemorizados electores. Para ambos, Venezuela importa porque es vergonzosa o porque es provechosa. Sin embargo, la tragedia venezolana nos exige una posición que trascienda estos mezquinos intereses. Los recientes sucesos que se han registrado en el país deberían importarnos por muchas razones, y aquellas personas alineadas con los principios y valores de la democracia debiésemos posicionarnos frente a estos con firmeza y resuelta determinación.
En primer lugar, en un contexto internacional caracterizado por la autocratización, la revolución bolivariana representa una demostración perfecta sobre cómo un proyecto político es capaz de destruir la democracia desde dentro. Desde un primer momento, el fallido golpista Hugo Chávez y su séquito criminal, estructuró un proyecto político revolucionario que se propuso centralizar el poder, debilitar el equilibrio de poderes y consolidar un sistema autoritario disfrazado de democracia.
Uno de los primeros pasos hacia la destrucción de la democracia fue la Asamblea Constituyente de 1999, que siendo absolutamente controlada por el chavismo, permitió a Chávez reescribir la Constitución y establecer un marco legal que le otorgaba poderes prácticamente ilimitados. Por ejemplo, se eliminó el contrapeso del Senado, se amplió el mandato presidencial de 5 a 6 años y se permitió la reelección inmediata, y también se fortaleció el control del Ejecutivo sobre el Poder Judicial, eliminando su autonomía. Chávez utilizó esta nueva estructura para purgar a los jueces no leales y asegurar que los tribunales respondieran a sus intereses, minando la independencia judicial, un pilar esencial en cualquier democracia.
Además las sucesivas elecciones bajo Chávez estuvieron marcadas por irregularidades, el uso de recursos estatales para campañas políticas, y la manipulación del sistema electoral para favorecer al PSUV. Aunque mantenía una fachada de legitimidad democrática, en
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realidad utilizaba el proceso electoral para perpetuar su dominio, debilitando la confianza en el sistema y erosionando la legitimidad del sufragio como medio para expresar la voluntad popular. La concentración del poder no se detuvo allí. Chávez también atacó a la prensa independiente, ejerciendo presión sobre los medios de comunicación mediante el cierre de canales críticos, como Radio Caracas Televisión, la creación de medios estatales para difundir propaganda y la intimidación constante a periodistas y opositores. Esta campaña para silenciar voces disidentes limitó el acceso de los ciudadanos a información fuera de la propaganda oficial del gobierno, resultando en que durante los últimos 20 años, más de 400 medios de comunicación han sido cerrados.
Una última pieza esencial de la revolución bolivariana fue la institucionalización de la violencia política. En sus discursos Chávez, Maduro y todos los personeros del régimen instauraron una retórica violenta que descalificaba y antagonizaba cualquier persona que disentía a la revolución. Tal violencia tomó forma orgánica a través de organizaciones estatales destinadas a la represión como el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional o la Dirección General de Contrainteligencia Militar, así como también a través de cuerpos paraestatales como los círculos bolivarianos o los colectivos, los cuales se encargan de reprimir cualquier disidencia al Gobierno. Todo esto ha llevado a un escenario en donde la tortura y la represión se han institucionalizado y han cobrado 16 mil detenidos políticos y casi 10 mil asesinatos por parte de agentes del Estado, solo en los últimos 10 años. En los últimos 15 días, se han registrado casi 2000 detenciones, más de 20 asesinatos y miles de heridos y desaparecidos.
En segundo lugar, y en vista de la sistematicidad de la violencia política, la democracia en Venezuela fue una fantasía que solo los ciegos partidarios de la Revolución Bolivariana y sus adeptos en el socialismo latinoamericano podían justificar. El apoyo o el silencio de muchos sectores políticos en nuestra región y en el mundo frente al estrepitoso fracaso económico y la deriva autoritaria que venía incubando el chavismo, suscita la urgencia de una fuerte revisión respecto a las dirigencias que apoyaron tal proceso. La peor cara del chavismo no apareció por sorpresa, sino que se estuvo formando y fortaleciendo por muchos años al alero de muchos líderes y bajo su silenciosa o expresa complicidad.
En tercer y último lugar, los recientes sucesos ocurridos en Venezuela nos urgen volver nuestra atención hacia este país. El burdo fraude electoral que ha perpetrado Maduro y la brutal escalada de represión que han desatado los cuerpos represivos del régimen chavista debiesen sonar una alarma para nuestro continente y el mundo entero. Aquellas propuestas que abogan por la impunidad, la repetición de elecciones, o cualquier otra solución que le entregue oxígeno al régimen venezolano mandan una fuerte señal para toda nuestra región: se pueden robar elecciones, asesinar, secuestrar y torturar opositores sin ninguna consecuencia.
Hoy Venezuela debería importarnos porque su destino es, tal vez, el destino de nuestras democracias y de un sistema internacional que se irguió para resguardar los derechos humanos.Para aquellos estudiantes de nuestra universidad que creen en los principios democráticos, en el valor de la libertad y en la necesidad de la justicia, hoy el compromiso con Venezuela es un deber moral. Las lecciones aprendidas en el siglo pasado no deben ser meras consignas, sino prácticas cotidianas.
Es más importante que nunca alzar la voz por sus vecinos, por sus compañeros y amigos venezolanos, para que la democracia, más temprano que tarde, regrese.
Rafael Chacón Molina – Agustín Vidal-Cádiz
Estudiantes de Ciencia Política